PREMIO DE RELATO
"ETIQUETAS"
Nelida Leal Rodriguez
Nuremberg (Alemania).1975
Diplomada en Relaciones Laborales.
Administrativo en Puerto Deportivo. Cádiz.
- Primer Premio en XX Certamen Literario Frasquita Larrea, con relato sobre la Mujer “Lo que nadie ve cuando nos mira”.2010.
- Primer Premio en XII Certamen Literario 'José Rodríguez Dumont', con relato “El Contrabandista de Imágenes”.2010.
- Mención especial del Jurado VIII Concurso de Relato Corto 'El coloquio de los perros', con relato “Nuestro Amor Imposible”. 2010
- Finalista publicado en III Premio Algazara de Microrrelatos con “Virtual Revelación”.2010
- Seleccionada para Publicación en el libro “150 Autores, 150 Vivencias” VI Premio Orola de Vivencias, con la vivencia “A ti te escribo”.2010.
ETIQUETAS
Resulta que esto se acabó, Carlos. Algo tan simple y a la vez tan complicado… nunca pensé que se me haría tan cuesta arriba afirmar algo que es tan obvio en mi cabeza… nunca creí que el saberme no enamorada no resultaría razón suficiente para abandonarte, para irme, para poner un FIN jugoso y definitivo a esta historia nuestra que, me digas lo que me digas, Carlos, está ya tan moribunda que no merece la pena siquiera tratar de reanimarla.
Cuando era jovencita, esta misma situación se me antojaba una experiencia más de la fantástica aventura de estar viva… ni siquiera me detenía a pensar si se me había muerto el amor o yo misma, o el otro protagonista del romance equivocado, le habíamos dado una prematura muerte… ¿y sabes por qué? Pues porque ni siquiera me interesaba saber si había habido amor o no, si había que disfrazar de algo más noble lo que nos había enredado en ciertos placeres que, por ejemplo y dicho sea sin ánimo de ofender, tú ya no me provocas… la certeza de mi exuberante juventud, de mi presunto deber de “aprovechar el tiempo”, de tener años de sobra por delante para no conformarme con sucedáneos y esperar sin prisas al hombre adecuado y a nadie más que él, me dotaba, sin que yo fuera consciente siquiera, de una arrogancia y una seguridad en mis criterios que ya ves, Carlos, ahora me falta…en parte, al menos. Ahora también sé que tú no eres ese hombre y que esto no va a ninguna parte, sé que no puedo ni pensar en un futuro contigo y que cada vez que me traes el folleto de la inmobiliaria me entran sudores fríos, pero soy esclava de mi tiempo y de mi sexo y aunque todo mi instinto me pida dejarte, hay otra fuerza que se opone a mi impulso y me mantiene quieta, resignada, esperando que me entre la templanza suficiente que me haga conformarme contigo, con ese convencional futuro que planeas regalarme, y me deje ya de quimeras románticas, de ambiciones absurdas, de pensar que no sólo existe ese hombre ideal, sino que yo me merezco encontrar el mío. Buscando tanta excelencia al final ya no sé reconocer si la vida no es más que esto: un hombre que no es ni malo ni bueno, ni mejor ni peor que yo misma, y que no me hace sentir mariposas en el estómago porque, admitámoslo, eso son sólo fantasías adolescentes que, por otro lado, me enseñaron pronto a ridiculizar. Pero me siento engañada, y me resisto a aceptar que no he sabido darme cuenta.
Y es que verás, Carlos… yo soy una mujer de mi tiempo, una mujer del siglo XXI, un miembro selecto de este club femenino que cubre la mitad – menos en China, naturalmente – del territorio. Si de algo he estado segura todos estos años es de que mi generación marcaría la diferencia, se haría notar, trazaríamos la línea divisoria de la que se beneficiarían nuestras sucesoras, igual que nosotras mismas habíamos sido las privilegiadas que dimos por buena la sangre derramada de las que nos precedieron en la lucha ingrata de probarle al machista de turno que se había terminado para siempre eso de vivir sometidas a su capricho. Se suponía que yo, por el mero hecho de haber nacido en las fechas propicias de la Historia, jamás me vería enredada en esa viscosa telaraña de la sumisión y la obediencia, de poner mis necesidades por debajo de las de cualquier hombre, de relegarme a un segundo plano sólo porque el peso de los siglos hablaba de una evidencia diferente de la que nosotras queríamos conseguir. Nosotras sabríamos hacerlo, éramos las elegidas, no podíamos fallar. Así que hice mis deberes, desde muy niña, llevando con orgullo de propietaria todas esas etiquetas que un mundo súbitamente consciente de su parte femenina me endosó apenas vine a repoblar las filas. Sería una mujer segura, decidida, autónoma, capaz de combatir en todos los frentes sin hacerme ni un rasguño: no sólo sería una profesional de renombre, una mujer hermosa y delgada (pero no excesivamente delgada, naturalmente), casada (o no) con un hombre que la trataría como una igual y que, además, sería una mezcla sublime – e imaginaria - de virilidad y ternura, un hombre masculino, valga la redundancia, pero al mismo tiempo sensible y muy consciente de su lado femenino; sería una madre firme y amorosa a un tiempo – cuando llegara el hipotético momento de tener hijos, lo cual, por supuesto, no era una obligación pero, de alguna sigilosa forma, tampoco parecía correcto no sentir ese incierto instinto maternal que yo, por ejemplo, no he sentido en ningún momento a tu lado -… la verdad, Carlos, no recuerdo cuántas cosas se supone que tenía que llegar a ser, no me daba tiempo a cuidar mi cuerpo, mi mente, mi relación, mi trabajo, mis amigas, el medio ambiente, los derechos humanos y los animalitos abandonados… de repente, en algún impreciso instante de ese día que, a despecho de mis intentos, siempre duraba 24 horas, me asaltaba una frustración inmensa al enfrentar mi imagen en el espejo, porque lo que me devolvía no era el impreciso reflejo de una mujer de mi tiempo: yo sólo era una mujer, con celulitis y dolorida por las apresuradas jornadas de gimnasio, curso de idiomas, compras, oficina, esteticista o peluquería… una mujer a la que le dolía la cabeza terriblemente por los sempiternos atascos, los gritos de mi jefe, los problemas con esos amigos que no tenía tiempo ni fuerzas para ver, las malas caras del presunto hombre de mi vida reclamándome una atención que yo sólo quería dispensarme a mí misma. Me resultaba inconcebible, Carlos, que además de lidiar con todo aquello para lo que supuestamente estaba capacitada por el mero hecho de ser una mujer del siglo XXI, se me presuponía la habilidad de, en un futuro, incluir en aquella vida desquiciada esos hipotéticos hijos que ni siquiera me apetecía tener, a despecho de mis treinta años y el tic tac insidioso de un reloj biológico que, créeme, aún no he escuchado. Pero ni siquiera fue eso lo peor: para colmo, cuando resolví que no, que todas esas etiquetas, exigencias disfrazadas de “tú puedes – y debes – hacerlo”, se me despegaban sin remedio, que había decepcionado mi rol de mujer de éxito… cuando decidí, al menos, desprenderme de un amor equivocado, resulta que no puedo, que me faltan las fuerzas cuando te enfrento en el salón con tu cara de póker que ni siquiera me pide explicaciones, porque, fíjate, una de esas etiquetas de tinta indeleble sujetas a mi alma ha cambiado el mensaje y ahora resulta que todo ese tiempo que me quedaba ya no me queda, ya no es tanto, ya comienza a resultar tarde para lo que nunca me di cuenta antes de que tenía tiempo de hacer… las mujeres que todo lo teníamos tenemos también, en el mismo paquete, una fecha de caducidad imprecisa y lamentable, en la que pasamos de la noche de la mañana de poder elegirlo todo a ver súbitamente restringido nuestro abanico de posibilidades… ahora resulta que tengo miedo, miedo de que ya no queden muchos más candidatos con los que intentarlo, miedo de que haya malinterpretado el contenido de las etiquetas que con tanto orgullo de mujer intrépida llevé, miedo de que quizá nunca debí pretender estar en todas partes al mismo tiempo, probarlo todo, elegir bien, porque en algún incierto momento me daría cuenta de que ser una mujer feliz debía ser la única etiqueta que resultara obligado llevar, una mujer que no se frustre al observar el implacable efecto del tiempo sobre su cuerpo, que no maldiga al destino cuando en una entrevista laboral le sigan preguntando si está casada o planea tener hijos, que acepte que, diga lo que diga el calendario y su presunto riesgo de quedarse sola, sigue teniendo derecho a elegir el acompañante de vida que, sea ilusorio o no, le siga estremeciendo cuando lo vea. Esa mujer que nadie me enseñó a ser porque estaban demasiado ocupados enseñándome a ser una docena más: la profesional, la buena madre, la buena esposa, la mujer que sabe decir no y la que sabe, llegado el caso, decir sí, la que sabe elegir, la que sabe priorizar, la que se cuida y sabe cuidar, la que concede a su aspecto la importancia justa y necesaria, la que tiene una mente a su servicio y no contra ella… la que sólo he sido a ratos… ¿en qué me he equivocado, Carlos? ¿Cuándo confundí el mensaje y no supe entender que ese precioso legado para nuestras sucesoras no tiene por qué ser algo mucho más trascendental que no sentir culpa por no cumplir tantos roles contradictorios? Te regalo todas mis etiquetas de mujer de mi tiempo, Carlos, quizá su propósito siempre fue ser arrancadas… no lo sé… voy a hacerme una propia, una única etiqueta, la única cuyo mensaje quiero que se convierta en sagrado para mí, una que diga, en luminosas letras de molde, que sólo yo seré la encargada de decidir quién o qué es lo que me hace feliz. Lo siento, Carlos, siento esta carta delirante repleta de frustraciones… te libero de escuchar a una mujer que ya he decidido, de manera irrevocable, no seguir siendo.
A fin de cuentas… yo sólo quería dejarte.