Asociación Cultural El Yelmo- XI Certamen Literario Carmen de Michelena -2014
PREMIO POESIA - Luisa Pastor Martínez.
(n.
Orihuela, 1974).
que -
quién sabe por qué- nos reconforta
PREMIO RELATO
Mirando el reloj
Cenamos. No veo a Fernando con ánimo de bajar a
tirar la basura. Dice que se va a duchar. Me apetece despejarme un poco. Decido
salir a la calle con la idea de tirar la basura y dar una vuelta a la manzana.
Me encuentro con Alicia, la del tercero, que ha salido a pasear al perro, y con
Ángel, el del quinto derecha, que ha salido a fumar un cigarro. Charlamos un
poco. Al final vuelvo a casa sin dar la vuelta a la manzana. Laura ya se ha
dormido. Víctor está viendo la tele. Fernando está con él. Llamo por teléfono a mi madre.
Me dice que está mejor, pero no me lo creo. Le noto algo raro en la voz. Me
pongo en el ordenador a escribir este diario, mi diario. Víctor se va a la
cama. ¡Buenas noches, mamá! ¡Buenas noches, hijo! Espero un rato. Voy a apagar
la luz de las habitaciones de los niños. Les doy un beso. Fernando aprovecha
que está solo y pone un partido de fútbol. Da igual quien juegue, todos los
días hay fútbol en la tele. Cierro el documento. Apago el ordenador. Me siento
en el sofá, al lado de Fernando y aguanto diez minutos. Doy cabezadas y siento
que me voy a quedar dormida. Me voy a la cama. Me despierto cinco minutos antes
de que suene el despertador, van a ser las siete.
CELEBRACIÓN DE PRIMER MINUTO
La niña, radiante de felicidad,
arrancó el más colorido y se lo entregó. Carla le prometió que lo colgaría en
su despacho y que siempre lo guardaría. Y mentalmente cruzó los dedos por Susi.
Ojala se hiciera fuerte pronto y no se dejase pisar.
Licenciada
en Filología Hispánica, ejerce como
profesora de Lengua Castellana y Literatura Universal de Secundaria. Desde
2009, combina la docencia con la escritura y la declamación, actividad
esta última en la que ha cosechado diversos premios, como el Diego Granados
Jiménez. Es fundadora y directora, asimismo, del Grupo de Poesía Escénica y
Audiovisual “Auralaria”, y autora de los
poemarios inéditos Las rosas terminan y
La rapsodia en azul. En 2013, publica
sus primeros poemas tras resultar seleccionada por la Editorial Torremozas en
su certamen “Voces nuevas”.
te
llaman y las llamas y como niñas
jugáis
junto al río y arañáis la tierra
vengo de una casta de mujeres fuertes y
solitarias
las mujeres de mi casta
no hablan bajito
duermen poco y mueren solas
acaban sus días atadas a la vieja encina
replegadas en sí mismas
se dejan ir sin grandes estridencias
son sus últimos murmullos signos de un extraño idioma
dan besos al aire lloran cuando ríen y a veces perdonan
cuando beben champagne se ponen tristes melancólicas
pero de un solo impulso se levantan
como si jamás hubiesen derramado una lágrima
las mujeres de mi casta
miran de frente no saben de cálculos
solo de emociones y pasos perdidos
recuerdan los amores y los días
miran con añoranza las cumbres lejanas
pero nunca se dejan derrotar
las mujeres de mi casta
en estancias vacías oímos ecos que nadie más
puede oír
y lloramos ante el muro
y contamos con el silencio
las mujeres de mi casta
buscan siempre algo en sus bolsillos
pero apenas encuentran un nombre
en los dobladillos de su delantal
siempre detrás de
palabras
siempre en la orilla opuesta
visitando el lugar preciso
donde el barro está removido y nos aguarda
ahí hemos estado jugando desde niñas
por eso nunca abandonaremos ese trozo de tierra
esa ribera nos pertenece
la delimitamos con nuestras pequeñas manos
en el hoyo profundo
los vestidos de nuestra infancia
nuestro vestido rosa con lunares blancos
nuestro vestido de vuelo
bajo la llanura arañada
como los deshechos de una bandera
las mujeres de mi casta
marcan su paso por el mundo
con unas pocas ramitas
por donde un día caminaban a solas
bajo
el sol de invierno
PREMIO RELATO
Manuel Pozo Gómez, nacido en Madrid, de padres
andaluces. Licenciado en filología alemana en la Universidad Complutense de
Madrid, tiene como actividad profesional la traducción de alemán-español.
Como resultado de los concursos en los
que ha resultado ganador ha publicado sus relatos en varias antologías de
cuentos, en revistas digitales y blogs especializados. Es coautor de libros de
relatos: “Fabián Casares”, “El tiempo en el acantilado”, ”El día que me
encontré con Pirri”
En la actualidad coopera habitualmente
con el blog del Taller de Creación Literaria de la Casa del Reloj
Mirando el reloj
Me despierto cinco minutos antes de que suene el
despertador. Van a ser las siete. El vecino ya está en la ducha. Siempre me
adelanta por dos o tres minutos. Me preguntó quién será. No sé por qué siempre
pienso que es el vecino el que está en la ducha y no la vecina. Cuesta trabajo
levantar a los niños. Víctor protesta porque no quiere ir a inglés, Laura llora
porque no se quiere peinar. Salimos de casa. Dejo a Fernando en la boca del
metro. Continúo hasta el colegio. Les dejo en la puerta a las ocho y cinco, un
pelín tarde. El conserje mira el reloj y me dice que hay que llegar antes.
Llueve ligeramente. Hay
atasco. Son las nueve pasadas cuando llego al trabajo, un cuarto de hora más
tarde que de costumbre. Me quedo sin desayunar. Entro en la oficina. El señor
Guzmán está en la puerta ¡Buenos días! le digo. Mira el reloj, me mira con
gesto agrío y no contesta. Me voy a mi despacho. Saludo a mi compañero.
Charlamos un rato. Nos ponemos a trabajar. A las diez y media salimos a tomar
café. Justo después, a las once, tenemos una reunión. Me llama
Marta por teléfono. Le digo que tengo que entrar en
una reunión y que luego la llamo. Guzmán está insoportable. Tenemos que acabar
un proyecto cuanto antes. La mañana es de locos. Nos vamos a comer. Apenas una
hora. Por lo menos le perdemos de vista una hora. Después de comer metemos la
cabeza en el ordenador y seguimos trabajando. Mi compañero y yo apenas nos
decimos nada, no tenemos tiempo de hablar. A las cinco menos cinco salgo
disparada para llegar al colegio. Tengo mala conciencia. Voy justa de tiempo.
No he podido acabar el trabajo como me gustaría.
Aparco en doble fila.
Recojo a los niños. El vigilante de las multas está cerca del coche. No sé por
qué me imagino que este también va a mirar el reloj. Llego al coche con los
niños de la mano. Abro la puerta. Hago un gesto de disculpa. No falla, el
vigilante mira el reloj y me perdona la vida. Llegamos a casa. Fernando aún no
ha llegado. Los niños meriendan. Yo me tomo un café. Víctor se pone con los
deberes. Le ayudo. Se me atraviesan las divisiones de tres cifras. Cogemos la
guitarra. Le llevo a clase de música. Son las ocho. Me doy una vuelta mirando
escaparates mientras termina. Me acuerdo de que tenía que llamar a Marta. Me
dice que estaba en Madrid de paso, que había venido a un cursillo y que me
llamaba para comer juntas, pero que ya se ha ido a Murcia. Otro día será.
Víctor sale disgustado de música. Dice que el profesor es un imbécil, que está
todo el día enfadado y regañando. Le explico que de vez en cuando hay que
aguantarse con gente así. Yo, en el trabajo, también tengo uno igual. Nos vamos
a casa. Víctor se pone a hacer los deberes que le faltan.
Madrid,
1955. Segoviano de trece generaciones.
Licenciado
en C. de la Información (Periodismo). Estudios Ciencias Químicas
Colaborador
en medios radiofónicos y publicaciones literarias.
Más de
un centenar de premios literarios en prosa y verso
CELEBRACIÓN DE PRIMER MINUTO
¿Quién eres tú al fin, y por qué
callas?
Gamoneda
A modo de prólogo
Esa mujer, sentada en la escalera,
Esa mujer, sentada en la escalera,
medita un teorema:
seguir hacia el portal
vale más que vivir
en los rellanos.
Celebración
Por
su cumpleaños, la felicitaron todos,
cuarenta y nueve
mentiras anotadas
en la agenda, primero, su marido,
con
el tedio en el aliento, y un collar
que
quizá eligieron otras manos,
nada
había en sus ojos, y nada hubo
cuando
al teléfono escuchó a su madre
dorar
tiempos perdidos con coletas
cuarenta y nueve
anhelos en el cubo
de la basura,
fingido
por colegas del trabajo,
leves
besos sellados de recelo,
su
hijo, claro está, a media mañana,
no
me esperes despierta, no me esperes,
puede
que hoy no regrese,
el abandono
herrumbroso
de infancias, las de aerobic
con
promesas de juventud eterna,
también
su jefe, con cortés despego,
cuarenta y nueve
escalones al vacío
y
eso sí, una bandeja de pasteles
donde
endulzar las huellas de la ausencia…
Hacia
las doce menos cuarto abrió
el
armario donde colgaba en perchas
la
vida de repuesto, y escapó
hacia
la calle, convencida ahora,
cuarenta y nueve
sueños esperando
el autobús,
de que aún era tiempo
de
escapar de aquel escapar-ate,
se
dirigió despacio a la estación,
hoy empezaré otra
vez la cuenta,
reseteó
su corazón a cero,
quizá
esta noche la felicitaran
los
besos por robar,
las ilusiones
florecientes
al fondo de su bolso,
o
un gozo tibio en sus cabellos lacios…
Vio
un destino sin vías ni transbordos,
tal vez sea el mío, consiguió un billete,
arrojó
su alma usada y su cartera
a
las alcantarillas del pasado,
es mi primer
minuto,
susurró
mientras
vibraba el móvil sin respuesta,
y
en la hoja en blanco de los almanaques
se
deslizaba un tren hacia la vida.
Nací en Huesca en 1979, y tras pasar bastantes años en
Barcelona, acabo de regresar a mi localidad natal. Soy licenciada en
Comunicación Audiovisual por la UAB y he trabajado en el sector audiovisual y
también en gabinetes de prensa, organización de eventos y redacción de
contenidos. Mi pasión es escribir y a eso estoy dedicando mis esfuerzos
actualmente; soy escritora en busca de editor y coordinadora de LA MADRIGUERA
DE HISTORIAS, un punto de encuentro entre escritores y artistas gráficos. He
publicado online un libro de relatos breves, y hace poco he descubierto el
placer de la poesía.
¿POR QUÉ NO
PUEDES SER COMO LAS OTRAS NIÑAS?
Carla intentaba disimular el
aburrimiento, asintiendo sin demasiado interés a los comentarios de sus amigas
de la infancia, todas ellas abnegadas madres y esposas, que vestían ropa
clásica y lucían peinados que las hacían parecer
mayores
de lo que en realidad eran (más de treinta, menos de cuarenta). La conversación
se centraba en temas relacionados con la pedagogía y otras áreas de
conocimiento con las que ella no estaba familiarizada en absoluto, y con las
que no pensaba familiarizarse mientras pudiera evitarlo. Hubiera preferido una
botella de buen vino tinto y cotilleos ligeros e “inofensivos”, no del todo
malintencionados, del tipo quién se ha separado, quién se ha emborrachado
vergonzosamente en la cena de Navidad de la empresa, quién ha engordado
mórbidamente al poco de casarse, quién ha recuperado la figura sospechosamente
deprisa después del parto, etc, o bien una charla estimulante sobre libros,
películas y temas de actualidad, pasando por la política, si hacía falta,
previamente provista de un buen casco protector. Pero esa tarde tocaba
chocolate con churros y colegios bilingües y complejo de Edipo, y cesáreas y
similares.
Un latazo, vaya. Pero así es la vida: llegada una cierta edad, si no tienes
intención de romper completamente con las amigas de siempre, a las que quieres
mucho a pesar de que mutuamente os veis como extraterrestres, hay que pasar por
esos trances. Los encuentros individuales son más cercanos y gratificantes,
pero en las quedadas de grupo, la mayoría inclina la balanza de la conversación
hacia su propio terreno. Es lo que hay.
Y entre
bostezos, más o menos disimulados, y miradas de reojo al reloj, se dio cuenta
de algo que nadie más percibió. Una de sus amigas, impaciente y visiblemente
estresada, reprendió a su hijita de cinco años por no querer jugar con las
otras tres niñas del grupo, que montaban un escándalo de cuidado y brincaban de
mesa en mesa como si fueran las dueñas del mundo ante las sonrisas beatíficas
de sus complacientes madres. La pequeña Susi, en cambio, prefería pasar el rato
dibujando en su libreta. Y lo hacía con bastante habilidad, por cierto.
-¡Hay que ver, hija, eres más rara que
un perro verde! ¿Por qué no puedes ser como las otras niñas? Ya dibujarás en
casa, qué cansina, todo el rato con el lápiz. ¡Ve a jugar con las demás!
Ante esta crítica, que podría
parecer inofensiva a los adultos, poco propensos a dar importancia a los
sentimientos de los niños (¡qué rápido nos olvidamos de nuestra propia niñez,
cuando tantas cosas se nos hacían un mundo!), los grandes ojos castaños de la
pequeña se vieron momentáneamente ensombrecidos por el dolor y la vergüenza,
pero se repuso pronto y, tras guardar obedientemente su cuaderno y sus lápices
de color, se acercó con timidez
a las otras niñas, que aunque no le hicieron mucho caso, la admitieron en su
juego; sabían que si no lo hacían, la próxima reprimenda sería para ellas.
Ahora habría cuatro princesas monstruo o lo que fuera, en vez de tres,
pululando por la chocolatería. Un gran logro para la humanidad. Y cuatro madres
satisfechas ante la sociabilidad y energía infantil de sus retoñas.
Carla, por lo general poco dada a
interactuar con niños, hacía rato que se había declarado, interiormente, fan de
Susi y voluntaria para impartir collejas entre las otras tres, pero claro, esto
habría sido de lo más incorrecto. Lo “normal” es ser extrovertido, abierto, sin
complejos, el perejil de todas las salsas, la alegría de la huerta; ser
diferente o reservado simplemente no está bien visto. El objetivo es, primero,
encajar, y luego, si se puede, destacar, siempre en lo que los demás consideran
importante: ser el más guapo, el más popular, el que corre más deprisa o trepa
más alto, el que tiene más juguetes, el primero de la clase. Ella también había
sido la niña tímida (y con gafas de culo de vaso), negada para los deportes,
que prefería un libro a jugar en la calle, había sufrido la incomprensión en
sus propias carnes y por eso se preocupó. Intuyó en los gestos de la pequeña
Susi un deseo de agradar y una timidez insegura que demandaban una gran
sensibilidad y comprensión por parte de sus progenitores, cualidades de la que
no andaban precisamente sobrados. Eran seres ambiciosos de piel dura,
perfectamente aclimatados al sector bancario, en el que ambos trabajaban, y a
las exigencias hipócritas y las puñaladas en la espalda de la clase social
media bastante acomodada.
Sin poder evitarlo, se le encogió el
corazón al recordar los largos años de tener que fingirse más alegre y
descarada de lo que en realidad era, hasta que el fingimiento se apoderó de
ella convirtiéndola en una jovencita salvaje, rozando el alcoholismo y la
autodestrucción; era lo que se llevaba en la época previos a la omnipresencia
de
internet,
desfasarse y emborracharse, pero para Carla, que se fue de casa muy joven para
estudiar fuera y sólo volvió de visita, todo eso no fue una mera fase y se
encontró saliendo hasta las mil y saltando de cama en cama bastante tiempo más
que sus amigas del pueblo. Ellas parecían escuchar con cierta envidia las
exóticas aventuras de la que se decidió por la ciudad, que viajaba y salía con
hombres de otras nacionalidades y culturas. Casi todos ellos tenían en común
haberla tratado como un trapo, pero esto no se lo contaba a nadie tan a la
ligera como la parte divertida del asunto. Atesoraba sus fracasos, guardándolos
para sí aderezados con lacerantes pinchazos de vergüenza, y siempre iba a por
más, buscando recrear los desprecios de la infancia, con la desquiciada
esperanza de salir victoriosa la próxima vez.
Y todo para encajar y ser aceptada.
Mendigaba amor y hacía lo que hiciera falta, poniéndose a sí misma al final de
su lista de prioridades. Ahora, a los treinta y algo, ya habiendo pasado por
una dura etapa de autoanálisis, le importaba mucho menos la aceptación, pero
miraba al pasado y no podía evitar sentir punzadas de dolor y preguntarse qué
habría sido de ella si se la hubiera querido tal y como era, y si ella hubiera
aprendido a defenderse. A lo mejor habría conseguido ser escritora, como
siempre había soñado de niña, cuando miraba el universo de los adultos desde la
distancia, a través de los gruesos cristales de sus gafas, justo antes de que
el mundo la atrapase con sus
despiadadas garras. O igual sería una despreocupada recepcionista de hotel, o
una cajera de supermercado, qué más daba. Lo que sí sabía seguro es que habría
sufrido menos.
Las
cucharillas tintineaban, anhelantes, apurando las últimas gotas de chocolate.
Carla había terminado su té verde hacía siglos (se negaba a tomar chocolate un sábado a las siete de la
tarde, era muy joven para hacer cola a la puerta del geriátrico) y se estaba planteando
pedirse o no una cerveza, pero renunció cuando vio que sus amigas daban los
primeros signos de levantar el campamento. Que así fuera, pues. Intercambiaron
besos y promesas de repetir más a menudo, y mientras se entretenían en la
puerta, esta vez poniendo verdes a los maridos, Carla, que no tenía nada
negativo que decir del que era su novio y socio desde hacía tres años, le pidió
a Susi que le enseñara sus dibujos. Contempló la colección de “retratos”,
paisajes y escenas fantásticas con sincero interés.
-Son muy bonitos, ¿me regalarías
uno?
El bullicioso grupo se dispersó.
Pasaría bastante tiempo hasta que volvieran a reunirse todas, algunas cansadas,
otras estresadas, otras ufanas ante el éxito profesional propio o del marido,
otras quejumbrosas, alguna que otra sincera y feliz de ver a sus amigas.
Sublime el poema de Don Amando.
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